Ningún acontecimiento familiar mueve a
propios y extraños como una boda. Son familias enteras que se unen para
la creación de una familia. La alegría es grande en todas las épocas y
en todos los continentes. Todos los pueblos tienen sus propios rituales y
sus liturgias familiares para obsequiar a los novios que se preparan
para emprender toda una vida juntos.
Israel tenía su propio ritual, su liturgia propia, donde se mezclaba
la alegría humana, y la religiosa, que eran como dos rostros de una
misma alegría religiosa. En el pueblo sencillo, las gentes arreglaban
con mucho tiempo la fiesta de bodas. En la vida monótona y gris de los
pueblos alejados de la gran capital, Jerusalén, la boda era un momento
aparte. Era sentirse gentes, sentirse amados, sentirse unidos, sentirse
hombres, y hombres amados de Dios porque les confiaba su amor y su
cariño.
En la fiesta de bodas se entremezclaban los cantos, el baile, la
comida y también el vino, que no era propiamente una bebida de placer,
sino un alimento, propio de estos días. La fiesta duraba 7 días poco más
o menos, según el poder económico de las familias. Se hacía en el patio
comunitario de varias familias, y podían participar propiamente todos
los moradores del pueblecito.
El Evangelio de San Juan nos habla también de una boda, y comienza
diciendo sencillamente: “Al tercer día, hubo una boda en Caná de
Galilea… fue una boda muy especial… pues a ella estaba invitada María,
la Madre de Jesús. Ella fue invitada a servir, a atender a los
invitados, era una familia pobre, sencilla… y también asistió Jesús, que
llegó acompañado de los primeros discípulos que fue eligiendo en el
camino. Ahí volvieron a encontrarse María y Jesús que ya tenía varias
semanas de haber dejado el pobladito de Nazaret. Fue grande la alegría
del encuentro, sobre todo para María que no sabía si permanecer en
Nazaret, o seguir discretamente a su hijo por los caminos de Israel.
Los hombres estaban aparte, en pequeños grupos, entre los que
destacaba el de Jesús, por su alegría y su cálida apertura. Las mujeres
ocupaban los lugares cercanos al fogón, para atender las necesidades de
los comensales. Y ocurrió que con esa intuición y esa mirada que sólo
tienen las mujeres y las madres, María se dio cuenta de que los
comensales eran mas de la cuenta y que el vino no iba a alcanzar para
todos. Era un gran problema para los novios, pues por muchos años serían
recordados como los pobretones que no habían atendido adecuadamente a
sus invitados que venían de lejos al festejo.
Por eso María, sin querer ser notada, se acerca discretamente a
Jesús, y al oído le dice: “Hijo, estos pobres muchachos ya no tienen
vino”. No pidió nada, no exigió nada. Sólo fue una sugerencia. Cristo lo
entendió así. Y después de un momento que pareció de rechazo o de
reproche, Jesús, no por motivos humanos, no por salvar anecdóticamente
la honra de los novios, sino para comenzar a manifestar su gloria, se
decide a atender a la invitación de María.
María, por su parte, sin entender totalmente la respuesta de su Hijo,
pero con verdadera entereza, va con los novios y les dice: “Hagan lo
que él les diga”. Bendita palabra de María. No volverá a pronunciar
palabra en todo el Evangelio, pero con eso nos bastará para saber lo que
María desea, y lo que María puede hacer. Es la palabra para todos los
que quieren la paz, el amor, el consuelo, y es la manera definitiva de
entrar a formar parte del Reino de Dios: Hacer la voluntad de Cristo el
Hijo de Dios.
Los sirvientes se miran unos a otros extrañados de que Jesús les diga
que llenen de agua las tinajas para las purificaciones de los
invitados. Si ya están completos, ¿para qué más agua? Pero son
sirvientes, y tienen que obedecer. Cuando las tienen llenas, van con
miedo de prestarse a una broma, al maestresala para que pruebe aquello. Y
viene la sorpresa. Es vino excelente. Vino del bueno, y son seiscientos
litros. Nadie da crédito a sus ojos y a su paladar. Sorpresa del
maestresala, sorpresa de los sirvientes y ¡Sorpresa del novio, que no se
daba cuenta de nada!
La fiesta transcurrió con una gran algarabía, dando gracias a Dios de
tener tales invitados. Para Cristo fue un día de gloria. Hacía poco que
había santificado las aguas en el Jordán, y ahora transformaba el agua
en vino, que presagiaba el vino nuevo, el de la redención, el de la
Nueva Alianza, el vino de su muerte y su resurrección.
Ayer había sido el Padre el que lo daba a conocer y lo respaldaba:
“Este es mi Hijo Amado, en quien tengo todas mis complacencias”. Hoy era
María la que lo presentaba y animaba a que mostrara ya delante de los
hombres la misión a la que había sido enviado: a anticipar el Banquete
de las bodas del Cordero; “el Reino de Dios es, dirá San Marcos, es como
un rey que preparó un festín de bodas para su Hijo”.
Ayer Cristo se humilló en el Jordán realizando un verdadero gesto de
penitencia, y hoy en Caná deja ver su gloria, en un hermoso juego de luz
que se vela y desvela, y sabe compartir y colaborar a la alegría humana
en un banquete de bodas.
Con el bautismo en el Jordán, Jesús comienza su vida pública. En
Caná, Jesús comienza sus milagros y sus signos eficaces para la
salvación de todos los hombres. Los mismos discípulos comenzaron a creer
en Jesús desde ese día.
Fuente catholic.net
Autor: P. Alberto Ramírez Mozqueda
Autor: P. Alberto Ramírez Mozqueda