Homilía de S.S. Juan Pablo II en la misa del segundo domingo de cuaresma – 8 de marzo de 1998.
“Este es mi Hijo, el amado; escuchadle” (Lc 9, 35). En este
segundo domingo de Cuaresma la liturgia nos invita a meditar en la
sugestiva narración de la Transfiguración de Jesús. En la soledad del
monte Tabor, presentes Pedro, Santiago y Juan, únicos testigos
privilegiados de ese importante acontecimiento, Jesús es revestido,
también exteriormente, de la gloria de Hijo de Dios, que le pertenece.
Su rostro se vuelve luminoso; sus vestidos, brillantes. Aparecen Moisés y
Elías, que conversan con él sobre el cumplimiento de su misión terrena,
destinada a concluirse en Jerusalén con su muerte en la cruz y con su
resurrección.
En la Transfiguración se hace visible por un momento la luz divina que se revelará plenamente en el misterio pascual. El evangelista san Lucas subraya que ese hecho extraordinario tiene lugar precisamente en un marco de oración: “Y, mientras oraba”, el rostro de Jesús cambió de aspecto (cf. Lc 9, 29).
A ejemplo de Cristo, toda la comunidad cristiana está
invitada a vivir con espíritu de oración y penitencia el itinerario
cuaresmal, a fin de prepararse ya desde ahora para acoger la luz divina
que resplandecerá en Pascua.
En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los
Filipenses, se nos dirige una apremiante exhortación a la conversión: “Fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros” (Flp 3, 17).
Con estas palabras, el Apóstol propone su experiencia personal, para
ayudar a los fieles de Filipos a superar el clima de relajación y
negligencia, que estaba difundiéndose en esa comunidad, tan querida para
él. Su tono llega a ser aquí particularmente fuerte y conmovedor. San
Pablo se dirige a sus cristianos de Filipos “con lágrimas en los ojos”,
para ponerlos en guardia contra quienes “viven como enemigos de la cruz
de Cristo”, puesto que “sólo aspiran a cosas terrenas” (Flp 3, 18-19).
A las dificultades de esa comunidad, fundada por él, contrapone la
imagen de su propia vida, entregada sin reservas a la causa de Cristo y
al anuncio del Evangelio.
En este itinerario apostólico nos sostiene la certeza de que Dios es fiel.
En la primera lectura hemos escuchado la narración de la alianza que
Dios selló con Abraham. A la promesa divina de una descendencia Abraham
responde “esperando contra toda esperanza” (Rm 4, 18); por eso se convierte en padre en la fe de todos los creyentes. “Abraham creyó al Señor y le fue reputado por justicia” (Gn 15, 6).
La alianza con el padre del pueblo elegido se renueva más tarde en la
gran alianza del Sinaí. Esta, después, alcanza su plenitud definitiva en
la nueva Alianza, que Dios sella con toda la humanidad no por la sangre
de animales, sino por la de su mismo Hijo, hecho hombre, que da su vida
para la redención del mundo.
María, que como Abraham creyó contra toda esperanza, nos ayude a
reconocer en Jesús al Hijo de Dios y al Señor de nuestra vida. A ella le
encomendamos la Cuaresma y la misión ciudadana, para que sean momentos
privilegiados de gracia y den abundantes frutos, no sólo para la
comunidad cristiana sino también para todos las habitantes de Roma.
PROPÓSITOS DE LA CUARESMA
“ ORACIÓN: Meditar la Pasión de Jesús leyendo alguno de los relatos de los Evangelios.
“ AYUNO: Ofrecer en estos días algún sacrificio, privación concretos para reparar por nuestros pecados.
“ CARIDAD: Acercar a nuestra parroquia como donación un Nuevo Testamento o útiles escolares para los chicos carenciados de nuestro Barrio.
“ ORACIÓN: Meditar la Pasión de Jesús leyendo alguno de los relatos de los Evangelios.
“ AYUNO: Ofrecer en estos días algún sacrificio, privación concretos para reparar por nuestros pecados.
“ CARIDAD: Acercar a nuestra parroquia como donación un Nuevo Testamento o útiles escolares para los chicos carenciados de nuestro Barrio.