1. LA REALIDAD DEL HOMBRE
Hermanas y hermanos queridísimos:
El significado del Adviento
1. Para penetrar en la plenitud bíblica y litúrgica del significado
del Adviento, es necesario seguir dos direcciones. Hay que «remontarse» a
los comienzos, y al mismo tiempo «descender» en profundidad. Lo hicimos
ya por vez primera el miércoles pasado, escogiendo como tema de nuestra
meditación las primeras palabras del libro del Génesis: «Al principio
creó Dios» (Beresit bara Elohim). Al final del tema desarrollado la
semana pasada, hemos puesto de relieve, entre otras cosas, que para
entender el Adviento en todo su significado hay que entrar también en el
tema del «hombre». El significado pleno del Adviento brota de la
reflexión sobre la realidad de Dios que crea y, al crear, se revela a Sí
mismo (ésta es la revelación primera y fundamental, y también la verdad
primera y fundamental de nuestro Credo). Pero, al mismo tiempo, el
significado pleno del Adviento aflora de la reflexión profunda sobre la
realidad del hombre. A esta segunda realidad que es el hombre nos
asomaremos un poco más durante la meditación de hoy.
Imagen y semejanza de Dios
2. Hace una semana nos detuvimos en las palabras del libro del
Génesis con las que se define al hombre como «imagen y semejanza de
Dios». Es necesario reflexionar con mayor intensidad sobre los textos
que hablan de esto. Pertenecen al primer capítulo del libro del Génesis,
que presenta la descripción de la creación del mundo en el transcurso
de siete días. La descripción de la creación del hombre, el sexto día,
se diferencia un poco de las descripciones precedentes. En estas
descripciones somos testigos sólo del acto de crear expresado con estas
palabras: «Dijo Dios —hágase—»…; en cambio, aquí, el autor inspirado
quiere poner en evidencia primeramente la intención y el designio del
Creador (del Dios Elohim); así leemos: «Díjose entonces Dios: Hagamos al
hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza» (Gén 1, 26). Como si el
Creador entrase en sí mismo; como si, al crear, no sólo llamase de la
nada a la existencia con la palabra: «hágase», sino como si de forma
particular sacase al hombre del misterio de su propio Ser. Y se
comprende, pues no se trata sólo del existir, sino de la imagen. La
imagen debe «reflejar», debe como reproducir en cierto modo «la
sustancia» de su Modelo. El Creador dice además «a nuestra semejanza».
Es obvio que no se debe entender como un «retrato», sino como un ser
vivo que vive una vida semejante a la de Dios.
Sólo después de estas palabras que dan fe, por así decirlo, del
designio de Dios Creador, la Biblia habla del acto mismo de la creación
del hombre: «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo
creó, y los creó macho y hembra» (Gén 1, 27).
Esta descripción se completa con la bendición. Por lo tanto, constan
aquí el designio, el acto mismo de la creación y la bendición:
«Y los bendijo Dios diciéndoles: Procread y multiplicaos, y henchid
la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves
del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre
la tierra» (Gén 1, 28).
Las últimas palabras de la descripción: «Y vio Dios ser muy bueno
cuanto había hecho» (Gén 1, 31) parecen el eco de esta bendición.
El primer capítulo del Génesis
El primer capítulo del Génesis
3. Hay certeza de que el texto del Génesis es de los más antiguos:
según los estudiosos de la Biblia, fue escrito hacia el siglo IX antes
de Cristo. Dicho texto contiene la verdad fundamental de nuestra fe, el
primer artículo del Credo apostólico. La parte del texto que presenta la
creación del hombre es estupenda dentro de su sencillez y su
profundidad a un tiempo. Las afirmaciones que contiene se corresponden
con nuestra experiencia y nuestro conocimiento del hombre. Está claro
para todos, sin distinción de ideologías sobre la concepción del mundo,
que el hombre, si bien pertenece al mundo visible, a la naturaleza, se
diferencia de algún modo de esta misma naturaleza. En efecto, el mundo
visible existe «para él», y él «ejerce dominio» sobre aquél; aunque esté
«condicionado» de varias maneras por la naturaleza, el hombre la
«domina». La domina bien seguro de lo que es, de sus capacidades y
facultades de orden espiritual que lo diferencian del mundo natural. Son
estas facultades precisamente las que constituyen al hombre. Sobre este
punto el libro del Génesis es extraordinariamente preciso. A1 definir
al hombre como «imagen de Dios», pone en evidencia aquello por lo que el
hombre es hombre; aquello por lo que es un ser distinto de todas las
demás criaturas del mundo visible.
Son conocidos los muchos intentos que la ciencia ha hecho —y sigue
haciendo— en los diferentes campos, para demostrar los vínculos del
hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de inserirlo
en la historia de la evolución de las distintas especies. Respetando,
ciertamente, tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si
analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se
diferencia del mundo de la naturaleza más de lo que a él se parece. En
esta dirección caminan también la antropología y la filosofía cuando
tratan de analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la
conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece
que sale al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y,
hablando del hombre en cuanto «imagen de Dios», da a entender que la
respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra por el camino de
la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se asemeja más a
Dios que a la naturaleza. En este sentido, el salmo 82, 6 dice: «Sois
dioses», palabras que luego repetirá Jesús (cf. Jn 10, 34).
Reflexionando sobre sí mismo
Reflexionando sobre sí mismo
4. Esta afirmación es audaz. Hay que tener fe para aceptarla. Aunque
es cierto que la razón libre de prejuicios no se opone a tal verdad
sobre el hombre; al contrario, ve en ella un complemento de lo que
resulta del análisis de la realidad humana y, sobre todo, del espíritu
humano.
Es muy significativo que el mismo libro del Génesis, en la amplia descripción de la creación del hombre, ya obliga a éste —al primer creado, Adán— a hacer un análisis parecido. Lo que os vamos a leer puede «escandalizar» a alguno por el modo arcaico de expresión; pero al mismo tiempo es imposible no sorprenderse ante la actualidad de aquella narración cuando se tiene en cuenta el meollo del problema.
Es muy significativo que el mismo libro del Génesis, en la amplia descripción de la creación del hombre, ya obliga a éste —al primer creado, Adán— a hacer un análisis parecido. Lo que os vamos a leer puede «escandalizar» a alguno por el modo arcaico de expresión; pero al mismo tiempo es imposible no sorprenderse ante la actualidad de aquella narración cuando se tiene en cuenta el meollo del problema.
He aquí el texto: «Modeló Yavé Dios al hombre de la arcilla y le
inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado.
Plantó luego Yavé Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al
hombre a quien formara. Hizo Yavé Dios brotar en él de la tierra toda
clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el
medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y
del mal. Salía del Edén un río que regaba el jardín y de allí se partía
en cuatro brazos…
Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para
que lo cultivase y guardase… Y se dijo Yavé Dios: `No es bueno que el
hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él”. Y Yavé
Dios trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas
aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y
fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el
hombre nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo y a todas
las bestias del campo; pero entre todos ellos no había para el hombre
ayuda semejante a él» (Gén 2, 7 20).
¿De qué somos testigos? De esto: el primer «hombre» realiza el acto
primero y fundamental de conocimiento del mundo. Al mismo tiempo, este
acto le permite conocerse y distinguirse a sí mismo, «el hombre», de
todas las otras criaturas y sobre todo de quienes en cuanto «seres
vivos» —dotados de vida vegetativa y sensitiva— muestran
proporcionalmente mayor semejanza con él, «con el hombre», dotado
también de vida vegetativa y sensitiva Se podría decir que el primer
hombre hace lo que de costumbre realiza el hombre de todos los tiempos,
es decir, reflexiona sobre su propio ser y se pregunta quién es él.
Resultado de dicho proceso cognoscitivo es la comprobación de la
diferencia fundamental y esencial. Soy diferente. Soy más «diferente»
que «semejante». La descripción bíblica termina diciendo: «No había para
el hombre ayuda semejante a él» (Gén 2, 20).
El misterio del Adviento
El misterio del Adviento
5. ¿Por qué hablamos hoy de todo esto? Lo hacemos para comprender
mejor el misterio del Adviento, para comprenderlo desde los cimientos, y
poder penetrar así con mayor profundidad en nuestro cristianismo.
E1 Adviento significa «la Venida».
Si Dios «viene» al hombre, lo hace porque en su ser humano ha puesto
una «dimensión de espera» por cuyo medio el hombre puede «acoger» a
Dios, es capaz de hacerlo.
Ya el libro del Génesis, y sobre todo este capítulo, lo explica cuando al hablar del hombre afirma que Dios lo «creó… a su imagen» (Gén 1, 27).
Ya el libro del Génesis, y sobre todo este capítulo, lo explica cuando al hablar del hombre afirma que Dios lo «creó… a su imagen» (Gén 1, 27).
2. POR QUÉ VIENE EL SEÑOR
Vivir de la Iglesia
1. Por tercera vez ya en estos encuentros nuestros del miércoles
vuelvo a tocar el tema del Adviento siguiendo el ritmo de la liturgia
que nos introduce en la vida de la Iglesia del modo más sencillo y, a la
vez, más profundo. El Concilio Vaticano II, que nos ha dado una
doctrina rica y universal sobre la Iglesia, atrajo nuestra atención
también hacia la liturgia. A través de ésta no sólo conocemos qué es la
Iglesia, sino que experimentamos día a día de qué vive. También nosotros
vivimos de ella, pues somos la Iglesia: «La liturgia… contribuye en
sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los
demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera
Iglesia. Es característico de la Iglesia ser a la vez humana y divina,
visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a
la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina»
(Sacrosanctum Concilium 2).
La liturgia del Adviento
La liturgia del Adviento
La Iglesia ahora está viviendo el Adviento, y por ello nuestros
encuentros del miércoles se centran en este período litúrgico. Adviento
significa «venida». Para penetrar en la realidad del Adviento, hasta
ahora hemos procurado mirar en dirección de quién es el que viene y para
quién viene. Hemos hablado, por lo tanto, de un Dios que al crear el
mundo se revela a Sí mismo: un Dios Creador. Y el miércoles pasado
hablamos del hombre. Hoy seguiremos adelante para hallar respuesta más
completa a la pregunta: ¿por qué el «Adviento»?, ¿por qué viene Dios?,
¿por qué quiere venir hasta el hombre?
La liturgia del Adviento se funda principalmente en textos de los
profetas del Antiguo Testamento. En ella habla casi todos los días el
profeta Isaías. En la historia del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza,
él era un «intérprete» particular de la promesa que este pueblo había
recibido de Dios hacía tiempo en la persona del fundador de su estirpe:
Abraham. Como todos los demás profetas, y quizá más que todos, Isaías
reforzaba en sus contemporáneos la fe en las promesas de Dios
confirmadas por la alianza al pie del monte Sinaí. Inculcaba sobre todo
la perseverancia en la expectación y la fidelidad: «Pueblo de Sión, el
Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará oír su voz majestuosa para
dar gozo a vuestro corazón» (cf. Is 30, 19.30).
Cuando Cristo estaba en el mundo aludió una y otra vez a las palabras
de Isaías. Decía claramente: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis
de oír» (Lc 4, 21).
Los primeros capítulos del libro del Génesis
2. La liturgia del Adviento es de carácter histórico. La expectación
de la venida del Ungido (Mesías) fue un proceso histórico. De hecho
impregnó toda la historia de Israel, que fue elegido precisamente para
preparar la venida del Salvador.
Pero en cierto modo nuestras consideraciones van más allá de la
liturgia diaria del Adviento. Volvamos, pues, a la pregunta fundamental:
¿Por qué viene Dios” ¿Por qué quiere venir al hombre, a la humanidad?
Busquemos respuestas adecuadas a estas preguntas; y busquémoslas en los
orígenes mismos, es decir, antes de que comenzara la historia del pueblo
elegido. Este año enfocamos la atención hacia los capítulos primeros
del libro del Génesis. E1 adviento «histórico» no sería inteligible sin
la lectura cuidadosa y el análisis de esos capítulos.
Por lo tanto, buscando una respuesta a la pregunta ¿«por qué» el
Adviento?, debemos volver a leer otra vez atentamente toda la
descripción de la creación del mundo, y en particular de la creación del
hombre. Es significativo (y ya he tenido ocasión de aludir a ello) cómo
cada uno de los días de la creación termina comprobando: «vio Dios ser
bueno»; y después de la creación del hombre: «…vio ser muy bueno». Como
ya dije la semana pasada, esta comprobación se enlaza con la bendición
de la creación, y sobre todo con la bendición explícita del hombre.
En toda esta descripción está ante nosotros un Dios que se complace
en la verdad y en el bien, según la expresión de San Pablo (cf. 1 Cor
13, 6). Allí donde está la alegría que brota del bien, allí está el
amor. Y sólo donde hay amor existe la alegría que procede del bien. El
libro del Génesis, desde los primeros capítulos, nos revela a Dios, que
es amor (si bien esta expresión la utilizará San Juan mucho más tarde).
Es amor porque goza con el bien. Por consiguiente, la creación es a la
vez donación auténtica: donde hay amor, hay don.
El libro del Génesis señala el comienzo de la existencia del mundo y
del hombre. Al interpretarla, debemos ciertamente construir, como lo ha
hecho Santo Tomás de Aquino, una consiguiente filosofía del ser,
filosofía en la que quedará expresado el orden mismo de la existencia
Sin embargo, el libro del Génesis habla de la creación como don. Al
crear el mundo visible, Dios es el donante, y el hombre es el que recibe
el don. Es aquel para quien Dios crea el mundo visible, aquel a quien
Dios introduce desde los comienzos no sólo en el orden de la existencia,
sino también en el orden de la donación. El hecho de que el hombre es
«imagen y semejanza» de Dios significa, entre otras cosas, que es capaz
de recibir el don, que es sensible a este don y que es capaz de
corresponder a él. Por esto precisamente establece Dios desde el
principio con el hombre y sólo con él la alianza. El libro del Génesis
nos revela no sólo el orden natural de la existencia, sino también, a la
vez y desde el principio, el orden sobrenatural de la gracia. De la
gracia podemos hablar sólo si admitimos la realidad del don. Recordemos
el catecismo: la gracia es el don sobrenatural de Dios por el que
llegamos a ser hijos de Dios y herederos del cielo.
Dios Salvador
Dios Salvador
3. Qué relación tiene todo esto con el Adviento, podemos preguntarnos
con razón. Contesto: El Adviento se delineó por vez primera en el
horizonte de la historia del hombre cuando Dios se reveló a Sí mismo
como Aquel que se complace en el bien, que ama y da. En este don al
hombre, Dios no se limitó a «darle» el mundo visible —esto está claro
desde el principio—, sino que al dar al hombre el mundo visible, Dios
quiere darse también a Sí mismo, tal como el hombre es capaz de darse,
tal como «se da a sí mismo» a otro hombre: de persona a persona; es
decir, darse a Sí mismo a él, admitiéndolo a la participación en sus
misterios o, mejor aún, a la participación en su vida. Esto se lleva a
efecto de modo palpable en las relaciones entre familiares: marido,
mujer, padres, hijos. He aquí por qué los profetas se refieren muy a
menudo a tales relaciones para mostrar la imagen verdadera de Dios.
El orden de la gracia es posible sólo «en el mundo de las personas». Y se refiere al don que tiende siempre a la formación y comunión de las personas; de hecho, el libro del Génesis nos presenta tal donación. En él, la forma de esta «comunión de las personas» está delineada ya desde el principio. El hombre está llamado a la familiaridad con Dios, a la intimidad y amistad con Él. Dios quiere estar cercano a él. Quiere hacerle partícipe de sus designios. Quiere hacerle partícipe de su vida. Quiere hacerle feliz con su misma felicidad (con su mismo Ser).
El orden de la gracia es posible sólo «en el mundo de las personas». Y se refiere al don que tiende siempre a la formación y comunión de las personas; de hecho, el libro del Génesis nos presenta tal donación. En él, la forma de esta «comunión de las personas» está delineada ya desde el principio. El hombre está llamado a la familiaridad con Dios, a la intimidad y amistad con Él. Dios quiere estar cercano a él. Quiere hacerle partícipe de sus designios. Quiere hacerle partícipe de su vida. Quiere hacerle feliz con su misma felicidad (con su mismo Ser).
Para todo ello es necesaria la Venida de Dios y la expectación del hombre: la disponibilidad del hombre.
Sabemos que el primer hombre, que disfrutaba de la inocencia original
y de una particular cercanía de su Creador, no mostró tal
disponibilidad. La primera alianza de Dios con el hombre quedó
interrumpida, pero nunca cesó de parte de Dios la voluntad de salvar al
hombre. No se quebrantó el orden de la gracia, y por eso el Adviento
dura siempre.
La realidad del Adviento está expresada, entre otras, en las palabras
siguientes de San Pablo: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos
y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4).
Este «Dios quiere» es justamente el Adviento y se encuentra en la base de todo adviento.
3. EL SEÑOR ESTÁ CERCA
3. EL SEÑOR ESTÁ CERCA
1, Nuestro encuentro de hoy nos brinda ocasión para la cuarta y última meditación sobre el Adviento.
El Señor está cerca, nos lo recuerda cada día la liturgia del
Adviento. Esta cercanía del Señor la sentimos todos: tanto nosotros,
sacerdotes, rezando cada día las maravillosas «antífonas mayores» del
Adviento, como todos los cristianos que tratan de preparar el corazón y
la conciencia para su venida. Sé que en este período los confesionarios
de las iglesias de mi patria, Polonia, están asediados (no menos que en
Cuaresma). Pienso que ocurra también así en Italia y dondequiera que un
profundo espíritu de fe hace sentir la necesidad de abrir el alma al
Señor que está para venir. La alegría mayor de esta espera del Adviento
es la que viven los niños. Recuerdo que precisamente ellos iban deprisa,
muy contentos, a las parroquias de mi patria para las misas de la
aurora (llamadas «Rorate…» por la palabra con que se abre la liturgia:
Rorate coeli, «gotead, cielos, desde arriba» (Is 45, 8). Ellos contaban
día tras día los «peldaños» que todavía quedaban en la «escalera
celeste» por la que Jesús bajaría a la tierra, para poderlo encontrar en
la Nochebuena sobre el pesebre de Belén.
¡El Señor está cerca!
El pecado
2. Hace ya una semana hablábamos de este acercarse del Señor.
Efectivamente, éste era el tercer tema de las reflexiones del miércoles,
elegidas para el Adviento de este año. Hemos meditado sucesivamente,
trasladándonos a los orígenes mismos de la humanidad, es decir, al libro
del Génesis, las verdades fundamentales del Adviento. Dios que crea
(Elohim) y en esta creación se revela simultáneamente a Sí mismo; el
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, «refleja» a Dios en el
mundo visible creado. Estos son los temas primeros y fundamentales de
nuestras meditaciones durante el Adviento. Después, el tercer tema puede
resumirse brevemente en la palabra: «gracia», «Dios quiere que todos
los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,
4). Dios quiere que el hombre se haga partícipe de su verdad, de su
amor, de su misterio, para que pueda participar en la vida del mismo
Dios. «E1 árbol de la vida» simboliza esta realidad ya desde las
primeras páginas de la Sagrada Escritura Pero en estas mismas páginas
nos encontramos también con otro árbol: el libro del Génesis lo llama
«el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gén 2, 17). Para que el
hombre pueda comer el fruto del árbol de la vida, no debe tocar el fruto
del árbol «de la ciencia del bien y del mal». Esta expresión puede
sonar a leyenda arcaica. Pero profundizando más en «la realidad del
hombre», como nos es dado entenderla en su historia terrena —tal como a
cada uno nos habla de ella nuestra experiencia humana interior y nuestra
conciencia moral—, nos damos cuenta mejor de que no podemos permanecer
indiferentes, moviendo los hombros antes estas imágenes bíblicas
primitivas. ¡Cuánta carga de verdad existencial contienen acerca del
hombre! Verdad que cada uno de nosotros siente como propia. Ovidio, el
antiguo poeta romano, pagano, ¿acaso no ha dicho de manera explícita:
Video meliora proboque, deteriora sequor: «Veo lo que es mejor y lo
apruebo, pero sigo lo peor» (Metamorfosis VII 20)? Sus palabras no
distan mucho de las que más tarde escribió San Pablo: «No sé lo que
hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso
hago» (Rom 7, 15). El hombre mismo, después del pecado original, está
entre «el bien y el mal».
«La realidad del hombre» —la más profunda «realidad del hombre»—
parece desenvolverse continuamente entre lo que desde el principio ha
sido definido como el «árbol de la vida» y «el árbol de la ciencia del
bien y del mal». Por esto, en nuestras meditaciones sobre el Adviento,
que miran a las leyes fundamentales, a las realidades esenciales, no se
puede excluir otro tema: esto es, el que se expresa con la palabra:
pecado.
La dimensión ética de la vida humana
La dimensión ética de la vida humana
3. Pecado. El catecismo nos dice, de manera sencilla y fácil de
recordar, que es la transgresión del mandamiento de Dios. Indudablemente
el pecado es la transgresión de un principio moral, violación de una
«norma» —y sobre esto todos están de acuerdo, aun los que no quieren oír
hablar de «los mandamientos de Dios»—. También ellos están concordes en
admitir que las principales normas morales, los más elementales
principios de conducta, sin los cuales no es posible la vida y la
convivencia entre los hombres, son precisamente los que nosotros
conocemos como «mandamientos de Dios» (en particular, el cuarto, el
quinto, el sexto, el séptimo y el octavo). La vida del hombre, la
convivencia entre los hombres, se desarrolla en una dimensión ética, y
ésta es su característica esencial, y es también la dimensión esencial
de la cultura humana.
Querría, sin embargo, que hoy nos centráramos sobre aquel «primer
pecado» que —a pesar de cuanto se piensa comúnmente— está descrito con
tanta precisión en el libro del Génesis, que demuestra toda la
profundidad de la «realidad del hombre» encerrada en él. Este pecado
«nace» al mismo tiempo «del exterior», es decir, de la tentación, y «de
dentro». La tentación se expresa con la siguientes palabras del
tentador: «Sabe Dios que el día en que de él comáis se os abrirán los
ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3, 5). El
contenido de la tentación toca lo que el mismo Creador ha plasmado en el
hombre —porque, de hecho, ha sido creado a «semejanza de Dios», que
quiere decir «igual que Dios»—. Toca también al anhelo de conocer que
hay en el hombre y al anhelo de dignidad. Sólo que lo uno y lo otro se
falsifica de tal manera, que tanto el anhelo de conocer como el de
dignidad —es decir, la semejanza con Dios—, en el hecho de la tentación,
son utilizados para contraponer al hombre con Dios. El tentador coloca
al hombre contra Dios, sugiriéndole que Dios es su adversario, el cual
intenta mantener al hombre en el estado de «ignorancia»; que pretende
«limitarlo» para subyugarlo. El tentador dice: «No, no moriréis; es que
sabe Dios que el día en que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis
como Dios, conocedores del bien y del mal» (según la antigua versión:
«seréis como Dios» (Gén 3, 4 5).
Es preciso meditar, más de una vez esta descripción «arcaica». No sé
si aun en la Sagrada Escritura se pueden encontrar otros muchos pasajes
en los que se describa la realidad del pecado no sólo en su forma de
origen, sino también en su esencia, esto es, donde se presente la
realidad del pecado en dimensiones tan plenas y profundas, demostrando
cómo el hombre haya utilizado contra Dios precisamente lo que en él
había de Dios, lo que debía servir para acercarlo a Dios.
Viene el Señor
4. ¿Por qué hablamos hoy de todo esto? Para comprender mejor el
Adviento. Adviento quiere decir Dios que viene, porque quiere que «todos
los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim
2, 4). Viene porque ha creado al mundo y al hombre por amor, y con él ha
establecido el orden de la gracia. Pero viene «por causa del pecado»,
viene «a pesar del pecado», viene para quitar el pecado.
Por eso no nos extrañamos de que, en la noche de Navidad, no
encuentre sitio en las casas de Belén y deba nacer en un establo (en la
cueva que servía de refugio a los animales).
Pero lo más importante es el hecho de que Él viene.
El adviento de cada año nos recuerda que la gracia, es decir, la
voluntad de Dios para salvar al hombre, es más poderosa que el pecado.
Juan Pablo II. Diciembre 1978.